Quiero comenzar esto con dos afirmaciones pedantes y negativas.
Una es que el proceso de educación de los artistas en el día de hoy es
un fraude. La otra es que las definiciones que se utilizan hoy para el
arte funcionan en contra de la gente y no a su favor.
La parte del fraude está en la consideración disciplinaria del arte,
que lo define como un medio de producción. Esto lleva a dos errores:
El primer error es la confusión de la creación con la práctica de las
artesanías que le dan cuerpo. El otro error es la promesa, por
implicancia, que un diploma en arte conducirá a la posterior
supervivencia económica.
La educación formal del artista sufre de las mismas nociones que
imperan en las otras disciplinas: que la información técnica sirve para
formar al profesional y que después de adquirir esta información uno
podrá mantener una familia. En los Estados Unidos, en donde la educación
no es un derecho sino un producto comercial de consumo, esta situación
es llevada al nivel de caricatura obscena. La inversión económica para
recibir el diploma final de maestría, el Master of Fine Arts, en una
universidad decente es de unos 200.000 dólares. Al final de este gasto,
la esperanza es vender la obra producida o enseñar a las generaciones
venideras. Aun si esto no es literalmente así en otros países, el
concepto probablemente funciona en todo el mundo.
En los 35 años que estuve enseñando a nivel universitario en los
EEUU, probablemente tuve contacto con alrededor de 5000 estudiantes. De
ellos calculo que un 10%, unos 500, tenían la esperanza de lograr el
éxito a través de muestras en el circuito de galerías. Quizás una
veintena de ellos lo haya logrado. Esto significa que 480 terminaron con
la esperanza de vivir de la enseñaza. No sé cuantos lograron conseguir
un puesto de profesor. Pero sí puedo sacar la cuenta que si 5000
estudiantes fueron necesarios para asegurar mi salario y luego mi
bienvenida jubilación, esos 480 estudiantes necesitan una base
estudiantil de 240.000 para sobrevivir. Y si seguimos el cálculo hacia
las generaciones siguientes, rápidamente llegaremos al infinito.
La definición del arte es otro problema. Me gusta pensar que cuando
se inventó el arte como la cosa que hoy aceptamos que es, no fue como un
medio de producción sino como una forma de expandir el conocimiento. Me
imagino que sucedió por accidente, que alguien formalizó una
experiencia fenomenal que no encajaba en ninguna categoría conocida, y
que eligieron la palabra “arte” para darle un nombre.
El problema que surgió al darle un nombre al arte es que nuestra
profesión fue instantáneamente reificada — convertida en un objeto que
ya no se puede cambiar. Desde ese momento en adelante ya no pudimos
formalizar nuestras experiencias de lo desconocido, y en su lugar
pasamos a intentar acomodar nuestra producción a esa palabra, la palabra
arte. De esa manera lo que inicialmente había sido “arte como
una actitud” pasó a ser “arte como una disciplina”, y peor aún, “arte
como una forma de producción”. La forma, que inicialmente había sido una
consecuencia de la necesidad de empacar una experiencia, ahora pasó a
ocupar el lugar del producto.
Hace no mucho me encontré con una cita que ilustra el problema: “Cada
palabra alguna vez fue un poema.” Es de Ralph Waldo Emerson, un autor a
quien nunca le había puesto la más mínima atención porque,
irónicamente, pensaba que solamente trabajaba con palabras.
El mercado capitalista nos enseña que si un objeto puede ser vendido
como arte, es arte. Esta descripción, culturalmente cínica, obscurece
una realidad mucho más profunda. Esta realidad es que el propietario del
contexto último de la obra de arte determina su destino y su función.
La propiedad del contexto, que es una de las formalizaciones del poder,
es un hecho político. Esa propiedad es tan fuerte que incluso las
manifestaciones que son y contienen material subversivos, son
rápidamente comercializadas.
Esta comercialización subraya el hecho, aunque muchas veces negado,
que la política sea una parte de la definición del arte. Y es como
consecuencia de la propiedad del contexto y de esta negación, que la
separación de arte y política en entidades discretas, no solamente es
reaccionaria y una manera de limitar la libertad del artista, sino que
también es una falacia teórica. De manera que sí, todo arte es político,
y no, no todo el arte es lo que
entendemos como “arte político”.
Arte político en cierta forma significa que subdividimos el pastel del conocimiento en tajadas de tajadas. En un número de la revista
Artforum, la
artista norteamericana Andrea Fraser enfrentó estos problemas en una
forma que me gustó mucho. Definió al arte político de una manera similar
a la que yo definiría a todo el arte:
“…Una respuesta es que todo arte es
político, el problema es que la mayoría (del arte) es reaccionaria, es
decir, pasivamente afirmativo de las relaciones del poder bajo las
cuales fue producido…Yo definiría al arte político como el arte que
conscientemente se propone intervenir en las relaciones de poder (en
lugar de solamente reflexionar sobre ellas), y esto significa
necesariamente las relaciones de poder dentro de las cuales el arte
existe. Y hay una condición más: Esta intervención tiene que ser el
principio organizativo de la obra de arte en todos sus aspectos, no
solamente en su “forma” y su “contenido”, sino también en su forma de
producción y de circulación.” i
Se puede afirmar que la enseñaza del arte se dedica fundamentalmente a
la enseñanza sobre como hacer productos y como funcionar como artista,
en lugar de cómo revelar cosas. Es como decir que enfatizamos la
caligrafía por encima de los temas sobre los cuales queremos escribir y
como vender esas páginas caligrafiadas. Y con ello, bajo el disfraz de
lo
apolítico o de una política consumida instantáneamente, servimos a una estructura de poder que es totalmente política.
Para peor, enseñar a fabricar productos es algo fácil y cómodo, y por
lo pronto una situación en la que se puede caer, quedar y sentirse
bien. Pero la información para esta enseñanza es algo existente y es
transmitida. Y los procesos de transmisión de información existente se
acomodan al modelo de la pedagogía autoritaria. Como ya lo dijo Paulo
Freire, el profesor es similar al bancario que tiene y distribuye el
dinero de acuerdo a sus criterios. En el salón de clase este dinero es
la información. Con esta relación de poder se minimiza toda posibilidad
de rebelión.
Para lubricar mejor el proceso en el campo de la enseñanza artística,
se declara la imposibilidad de enseñar el como tener ideas. Si el
alumno no tiene ideas, es culpa del alumno. Esta negación y
culpabilización solamente es posible si uno clasifica a la gente en dos
categorías: en genios y en imbéciles. Se elimina la categoría de
“normal”. En cierta forma esto presume en mi ejemplo de los 500
estudiantes de los cuales 20 lograron ingresar al circuito de galerías,
que estos 20 son los genios y que los otros 480 que piensan en enseñar
arte son imbéciles. Y esto explica por que en los Estados Unidos las
universidades tratan de contratar como profesores a las estrellas del
mercado artístico, no importa cuan malos son como enseñantes.
De hecho, la ideología de esta clasificación va mucho más allá y es
bastante cínica con respecto a los resultados. La presunción verdadera
que subyace todo esto es que el arte no se puede enseñar. De acuerdo a
esta idea, el proceso educacional no es más que un cedazo o filtro que
sirve para identificar a los genios, los cuales con suerte emergen
gracias a sus facultades personales. La facilitación de esta emergencia
de genios era una de las intenciones de la Bauhaus cuando se diseñó el
famoso curso de fundación básica. El curso fue luego adoptado por
infinidad de instituciones que se consideraron progresistas y modernas. Y
no era que los ejercicios fueran malos, era la ideología la que
fallaba. La moraleja de todo esto es que los 200.000 dólares en los
estudios en Estados Unidos se invierten en el derecho de ser filtrado
para dejar lugar a los genios. Las mejores universidades entonces son
las que atraen y filtran más genios. Como esos genios en realidad no
necesitan de las universidades, éstas venden la fama de sus diplomas y
una pedagogía haragana.
Mirando el peor de los casos, se podría justificar el proceso
diciendo que aquellos que no logran pasar por el filtro por lo menos
aprenden a apreciar y a consumir el arte. Cosa que significa que la
carrera del arte está en la situación privilegiada de simultáneamente
crear a los productores y a su mercado. Es como educar médicos, pero en
donde con la misma inversión de dinero, aquellos que no logran graduarse
terminan siendo educados para enfermarse y servir de pacientes.
Enseñar a tener ideas ciertamente requiere bastante más que
transmitir información. El profesor tiene que reubicarse y abandonar el
monopolio del conocimiento para actuar como estímulo y catalizador, y
tiene que poder escuchar y adaptarse a lo que escucha. Además, la
generación de ideas y revelaciones es impredecible y por lo tanto corre
el peligro constante de ser una actividad subversiva. Lo impredecible no
siempre se acomoda al estatus quo. Dado que últimamente los gobiernos
decretaron que subversión y terrorismo son sinónimos, ya nadie quiere
generar subversión. Sin embargo, la subversión es la base de la
expansión del conocimiento. Al expandir, lo subvierte.
La función del buen arte es justamente la de ser subversivo. El buen
arte se aventura en el campo de lo desconocido; sacude los paradigmas
fosilizados, y juega con especulaciones y conexiones consideradas
“ilegales” en el campo del conocimiento disciplinario. El enfoque que
se reduce a la fabricación de productos evita estos temas; se confirman
las estructuras existentes y la sociedad permanece calma y embotada. Se
genera así lo que me gusta llamar el
artevalium.
De acuerdo a todo esto parecería entonces que estoy proponiendo la
eliminación de las escuelas de arte y que en su lugar favorezco la
creación de laboratorios interdisciplinarios, los cuales a su vez y con
suerte incluirían el análisis político.
En cierto modo esto es verdad, pero la cosa no es tan simple. La
mayoría de los laboratorios interdisciplinarios, aun si incluyeran la
política, se limitan a la transmisión de información interdisciplinaria.
O sea que seguimos con la transmisión de información, y no logramos una
mejoría demasiado importante. En este caso tenemos una reorganización
de la información, pero una que no afecta la metodología o la ideología.
Si el arte fuera realmente una actitud y una manera de aproximarse al
conocimiento, no importaría realmente en que medio ocurren las ideas y
las revelaciones. Lo único que importa es que tienen lugar y que son
comunicadas correctamente.
Cuando discuto arte creo en seres politizados, no en programas políticos. Así que no creo que se trate de hacer
arte político,
sino de politizar a la gente y ayudarles a hacer arte. A fines de la
década del sesenta, Paulo Freire resumió esto al escribir que antes de
leer la palabra hay que leer el mundo. En otras palabras, que hay que
definir una motivación suficientemente fuerte que obligue a la
adquisición de un oficio técnico que se pueda aplicar con un propósito.
El único argumento que hoy se puede hacer a favor de un arte que
tenga su propio espacio como disciplina es el hecho que el arte puede
ser utilizado como un territorio de libertad, un lugar en el cual se
puede ejercer la omnipotencia sin el peligro de ocasionar daños
irreparables. Es, por lo tanto, una zona en la cual podemos experimentar
y analizar los procesos de la toma de decisiones. Es una zona en la
cual podemos hacer algo “ilegal” sin el peligro del castigo. Pero aun
ahí, en ese campo teóricamente privado, estamos experimentando con el
poder. Decidimos lo que hace el material o dejamos que el material
decida lo que hacemos. Por lo tanto aun en el campo privado seguimos
estando en una situación política.
Si observamos la forma en que el poder se distribuye en nuestra
sociedad, todo se reduce a una división entre las decisiones que podemos
tomar nosotros y las decisiones que son tomadas en nuestro nombre.
Cuando discutimos lo legal como opuesto a lo ilegal, esta división es
muy clara. En lo legal a veces coincidimos con la decisión tomada. En lo
ilegal, si decidiéramos hacer algo, definitivamente no coincidiremos
con la decisión tomada, una decisión que ya fue tomada por otros y fue
codificada en leyes o proclamas.
La situación de las decisiones es menos clara cuando no hablamos de
leyes y aceptamos las cosas como hechos. Recuerdo mi disgusto cuando
llegué a los Estados Unidos y en los restoranes se me servía la ensalada
antes del plato principal y no al mismo tiempo como estaba
acostumbrado. Una vez cometida esa trasgresión uno puede llegar a
extremos de herejía inconcebibles. Por ejemplo uno podría comer el
postre primero y terminar la comida con un platito de paté de hígado. La
experiencia me llevó a cuestionar el ritual del orden y jerarquía de la
comida. Tapé los ojos de mis alumnos con vendas y los llevé a la
cafetería. Allí tuvieron que sacar los platos con comida al azar, y
luego comerlos en el orden en que los habían sacado. En otro ejercicio
agregamos anilinas a la comida para teñirlos a todos del mismo color. Se
creó una disonancia casi intolerable entre lo que se veía y su gusto.
El puré de papas y la carne en una gama de azules no se veían muy
apetecibles.
La disonancia fue una de las guías espirituales de muchos de los
ejercicios en mis clases. En uno de ellos tuvieron que entrar en una
gran bolsa de plástico inserida en un gran tacho de basura lleno de
agua. Se lograba así la sensación de estar sumergido y totalmente
mojado, pero se salía completamente seco. No se trataba de identificar
el “talento”. Lo que estaba tratando era hacerles entender la diferencia
entre la percepción funcional y la percepción estética, que es otra
manera de ver las diferencias en la toma y propiedad de las decisiones.
La percepción funcional lubrica nuestras interacciones con otra
gente, aquella gente que se mueve en las mismas convenciones y se
comporta de acuerdo a decisiones preexistentes y reguladas. Es el
sistema que nos mantiene firmemente encerrados dentro de las fronteras
de lo conocido y lo predecible. En cambio, idealmente, la percepción
estética es posible gracias a una distancia crítica de la percepción
funcional. Con la percepción estética podemos ver las cosas como si
fuera por primera vez y decidir por nosotros mismos.
Un elemento—y obstáculo—fundamental en la configuración de la toma de
decisiones, particularmente cuando hablamos de arte, es el gusto. Entre
los estudiantes, el gusto es considerado como un instrumento
importantísimo para hacer juicios con respecto a la calidad de lo que
producen. Piensan que están ejerciendo su subjetividad y no se dan
cuenta que el gusto es una construcción social totalmente sujeta a
ideologías colectivas y a la influencia que ejercen sobre la experiencia
personal.
Les pedí que hicieran una obra lo más “fea” posible. Trataron de
hacerlo, realmente, lo mejor que pudieron. Pero inevitablemente los
resultados no llegaban a ser desagradables en sí mismos. Siempre tenían
referencias a valores sociales, tales como la repulsión que causan
los excrementos fecales, que fue uno de los ejemplos usados con mayor
frecuencia. Lo cual a su vez presentaba otro tema: el por qué la
ingestión de comida en público es un acto de celebración, mientras que
la excreción de comida en público es considerada de mal gusto. Aún si se
la ejecuta vestido con un frac. Incluso hay leyes sobre esto último, y
el vestirse con frac no exime del delito.
La educación de los artistas, entonces y en mi opinión, consiste de
tres pasos en los que el profesor puede actuar de guía y, más
importante, de interlocutor: 1) plantear y formular un problema creativo
interesante, 2) resolver el problema lo mejor posible, y 3) empacar la
solución en la manera más apropiada para expresar y comunicarla.
Este orden de prioridades desmitifica un proceso que generalmente se
acepta en un formato irritantemente obscurantista, especialmente cuando
se enfatizan la inspiración, la intuición y la emoción. La inspiración
parece ser una intuición que flota en el aire y entra por la nariz, así
que nadie es culpable de ella y la podemos ignorar. La intuición, que
supuestamente viene de adentro, es otra cosa. El rol de la intuición es
innegable, pero en el arte su importancia no es más grande que en la
filosofía, o posiblemente incluso que en la ciencia. Además solamente
intuimos que cosa es la intuición. Nos metemos así en un proceso que
puede seguir interminablemente, y que es difícil de separar de la mera
asociación de ideas.
Y en cuanto a la expresión emocional, otra de las atribuciones del
arte, no tiene una importancia mayor que la que pueda tener una buena
confesión u otro material biográfico. Son todas cosas que no hay que
descartar, pero que no se deben idolatrar o aceptar como dogmas
creativos. Es esta aceptación la que permite que gente aparentemente
racional declare que hacer arte no se puede enseñar. Walter Gropius, el
fundador de la Bauhaus era uno de ellos.
En todo esto, lo que importa es el nivel y complejidad del
cuestionamiento. El cuestionamiento y la percepción de complejidad se
pueden enseñar. Evitar la simplificación, lograr una elegancia de las
respuestas y la efectividad de cómo esas respuestas son transmitidas,
son todas cosas que se pueden enseñar. Lo que importa es que esa
efectividad necesita del empacamiento de la obra, de la forma del
envoltorio, para llegar bien al público. Esto tampoco parece algo
demasiado difícil de enseñar. Y es aquí donde puede entrar el gusto,
como un instrumento para ajustar la apariencia del envoltorio.
Pero enseñar solamente la parte de empacar, el creer que la obra se
agota mirando este envoltorio, significa que se están ignorando tanto
los verdaderos problemas planteados como también las soluciones que se
ofrecen. Es como limitarse a gozar de la musicalidad de mi voz mientras
leo esto en voz alta, e ignorar todo lo que estoy diciendo. Cosa que
quizás sea mejor. Pero es la actitud simplista y enternecedora del niño
de dos años que en lugar de abrir el regalo juega con el paquete.
Se podría malentender lo que digo como que quiero una racionalización
total del arte y que me gustaría que exista un programa explícito e
ilustrativo, un programa capaz solamente de producir órdenes predecibles
y productos muertos. Sin embargo esa interpretación ignoraría una
cantidad de cosas fundamentales que también pueden y deben ser
enseñadas. La más importante probablemente sea que el arte es un lugar
en donde se pueden pensar cosas que no son pensables en otros lugares.
La otra es que un buen problema artístico no es agotable, que una buena
solución tiene reverberaciones, y que una buena comunicación produce
muchas más evocaciones que la información que transmite.
También ignoraría que los instrumentos utilizados, más allá del
análisis, incluyen la empatía, la simulación, la demagogia y la
explotación emocional. Y aun más, ignoraría que la pregunta fundamental
que mueve al arte es la de “¿Que pasaría sí…?”, y no “¿Qué cosa es…?” Es
en el procesamiento de las evocaciones que en última instancia el arte
adquiere su verdadera forma. La tarea del artista es la de crear una
estrategia para administrar esas evocaciones.
Mientras que estos temas constituyen el carozo de lo que considero
una segunda etapa en la formación del artista, ellos también informan
los ejercicios preparatorios en una primera etapa. Por ejemplo, cuando
todavía enseñaba, distribuía entre mis estudiantes pedazos de basura que
encontraba en el piso del salón de clase. Les explicaba que no eran
fragmentos, sino productos perfectamente terminados que tenían un uso
práctico definido dentro de otra cultura. Como ya no existía la función
original y verdadera del objeto dentro de nuestra vida convencional (un
resto de cigarrillo arrugado, un pedazo de goma mascada, etc.), el
estudiante tenía que “deducir” una nueva aplicación. De las
especulaciones estaban excluidas el arte, la religión y la decoración,
ya que los objetos generados en esas ramas son arbitrarios y sin
funcionalidad práctica. Tampoco se podía usar la analogía del cuchillo
Swiss Army,
que contiene varias herramientas de uso diverso que se pliegan junto a
la navaja. Se suponía que el objeto entregado era un diseño perfecto
para una aplicación determinada. Por lo tanto la solución mejor era la
que lograba utilizar más partes del objeto para una función determinada.
Esta forma de ingeniería en reverso o retroactiva, o de
descodificación, también refleja una manera de tratar de entender una
obra de arte. Frente a una obra nos enfrentamos a una respuesta de la
cual tenemos que deducir cual fue la pregunta. Lo interesante de esta
forma de ver las cosas es que a veces aparecen preguntas que
corresponden mejor a esa respuesta que la pregunta original. En ese
sentido, el proceso de comunicación no se limita a la transmisión
estricta y fiel de un mensaje. Es un estímulo para la especulación en
donde hay retroalimentación de la obra hacia el autor, y hay una
participación creativa del público.
Pero hay otra metáfora, paralela, para el arte. Es la de considerar
la obra como el resultado de un juego en el cual uno tiene que tratar de
deducir las reglas que generaron la obra, para luego decidir si la obra
fue producto de una buena jugada. Y la contrapartida aquí es diseñar un
juego que produzca buenas obras de arte, no importa el nivel de
educación artística del jugador. La definición de este juego acepta dos
extremos: 1) un juego totalmente abierto en donde las reglas podrían
ser: “Usar un lápiz y una hoja de papel y dibujar cualquier cosa”. Y 2),
un juego totalmente cerrado en el cual las reglas son: “Tomar este
dibujo con zonas numeradas y llenarlo con los colores numerados
correspondientemente.”
En el primer juego la libertad es bastante total y el resultado es
impredecible, pero el porcentaje de fracaso es altísimo. En el segundo
ejemplo, hay carencia de libertad, el resultado es totalmente
predecible, y al mismo tiempo la posibilidad de fracaso es prácticamente
nula.
El juego mejor, aunque nunca ideal, es uno que tiene una cantidad
moderada de reglas, que filtra un máximo de errores (la restricción),
pero que maximiza tanto lo impredecible (la libertad) como el éxito de
los resultados.
El paralelo social de todo esto es la búsqueda de un modelo de
democracia verdadera, con un equilibrio entre las leyes y la libertad.
Es una democracia que no permitiría la apertura total correspondiente a
una anarquía individualista, libertaria y falta de ética. Pero tampoco
permitiría la ausencia de la libertad de decidir, tal cual la define un
sistema totalitario. La descripción puede sonar a metáfora, pero no lo
es. Las reglas bajo las que operan la producción del arte, la
circulación del arte y su recepción, son ideológicas. Por lo tanto las
reglas que el artista crea para el juego que produce arte, reflejan
bastante precisamente una serie compleja de varias interacciones de
poder. Son las que surgen entre el artista y la obra, entre el artista y
el público, y entre la obra y el público. Es la falla de no percibir el
papel que juega el poder en todo esto, lo que permite que nuestra
sociedad pueda suponer que el buen arte es apolítico y elogiarlo cuando
lo es. Es esta falla la que permite ver al arte como una actividad
separada de la ética. Y es esta la razón por la cual supuestamente el
arte tampoco puede ser didáctico.
Hace unas siete décadas, Walter Benjamín en su “El escritor como productor” conectó la didáctica con la calidad artística:
“Un escritor que no enseña a otros
escritores, no le enseña a nadie. El punto fundamental, por lo tanto, es
que la producción del escritor tiene que tener la característica de un
modelo: tiene que ser capaz de instruir a otros escritores en su
producción, y segundo, tiene que ser capaz de poner a su disposición un
aparato mejorado. Cuanto más consumidores logre poner en contacto con el
proceso de producción, mejor será el aparato—en síntesis, cuanto más
lectores o espectadores el aparato convierta en colaboradores” ii
Mientras que Benjamin utiliza la relación con otros escritores como
una exigencia de nivel, muchos años más tarde el artista conceptual
norteamericano Joseph Kosuth, que en cierto modo parafrasea a Benjamín,
llega a una conclusión elitista:
“En su extremo más estricto y radical, el
arte que yo llamo conceptual lo es porque se basa sobre una
investigación acerca de la naturaleza del arte. De modo que no se trata
sólo de la actividad de construir proposiciones artísticas, sino del
trabajo y la reflexión sobre todas las implicancias y todos los aspectos
del concepto de ‘arte’. [...] El público del arte conceptual está
compuesto principalmente por artistas, lo cual quiere decir que no
existe un público separado de los participantes”.iii
En el mismo ensayo de Benjamin éste también definió al artista como
un productor. Mientras que esto parecía ideológicamente razonable para
los izquierdistas de su época, lo mismo que cuando algo más tarde se
insistió en llamar a los artistas “trabajadores de la cultura”, ambos
términos sufren del peligro de la reificación. Ambos aceptan la
cosa que tiene un mensaje como determinante de los valores con que se juzga esa
cosa. Diría que en arte es mucho más importante hacer conexiones que generalmente se suponen no posibles, que fabricar productos.
Diría que lo primero que estamos considerando aquí no son los
productos sino los valores mismos y el proceso de juicio que los
acompaña. De otra forma no estaríamos discutiendo las formas de
producción y de circulación a los que se refiriera Fraser en la cita que
leí antes. De hecho, Benjamín tampoco hablaba del oficio del escritor
en términos de su técnica, sino de su “compromiso”.
Para Benjamin “compromiso” era una palabra compleja que trataba de
incluir todo el peso de la conciencia social, de la militancia y de la
claridad de las metas para un mejoramiento de la sociedad. Es decir,
trataba de cuestionar el sistema de valores bajo el cual se juzga a los
objetos, y el autor o artista como productor no era meramente un creador
de productos.
Pienso que todo esto es más importante que el aprender a pintar o a
hacer un video o, más en general, aprender el “como” hacer, que es la
base de la enseñaza artesanal. Es el “que” hacer y para “quien” se hace
lo que viene primero. En uno de los ejercicios que utilicé en el primer
período introductor de arte en mi universidad, traté de discutir estos
temas. Le pedí a la clase que creara un humanoide que luego sería quien
encargaría obras de arte. El personaje, con algunas características
humanas pero arbitrarias, era creado colectivamente. En el pizarrón,
cada estudiante tomaba turno para agregar una parte del cuerpo. Como
resultado la criatura terminaba con colas, varios brazos, antenas, tres
ojos, etc., generalmente reflejando los prejuicios estereotipados que el
estudiantado tiene con respecto al extra- terrestre. Luego analizábamos
a la criatura en términos de cómo sus atribuciones físicas afectaban su
percepción de la realidad (como se escucha un sonido con tres orejas,
como se afecta la concepción y percepción de la perspectiva si se tienen
muchos ojos, etc.). A partir de esto tratamos de ver que tipo de
interacción podía haber entre ellos como grupo, que sociedad se podía
deducir de la información que teníamos, que cuerpo de leyes los regía,
que tipo de arquitectura les servía, etc. Más que nada, tratábamos de
deducir que valores informaban a esa sociedad: que cosas eran positivas y
cuales negativas, que era castigable y como se castigaba, y que era
recompensable y cuales eran las recompensas. Todo este proceso era
armado para lograr identificar el gusto estético básico de esa sociedad:
que colores, formas, texturas, contenidos y dimensiones tenían una
carga positiva y cuales de ellas una negativa. Y también que función
cumpliría para ellos una obra de arte satisfactoria.
Con todo esto estudiado y la clase puesta de acuerdo, los estudiantes
pasaban a ser productores de arte mercenarios para esta sociedad. La
iniciativa del artista estaba completamente subordinada al público
elegido. Tenían que producir obras totalmente ajenas a sus gustos e
intereses individuales, para solamente satisfacer los de esta sociedad
formada por las nuevas criaturas. La idea de “adquisición” era muy
relativa, dado que esa sociedad ni necesariamente tenía dinero ni
forzosamente creía en la propiedad privada. Los medios que se elegían
dependían exclusivamente del sistema sensorial del humanoide, no del
artista, y la ubicación de la obra correspondía a las nociones de
espacio determinadas y utilizadas por esa sociedad. Cómo y que estímulos
eran usados, dependían solamente de los valores bajo los cuales operaba
esa sociedad. Lo único que se daba por hecho en el ejercicio era que
tanto el artista humano—un esclavo en esta sociedad—como la obra, eran
descartables. En caso de desagrado, y sin quebrar regla ética de ninguna
especie, el artista y la obra podían ser destruidos.
En una de mis clases, una estudiante de bastante edad, pidió la
palabra después de terminar su proyecto. Nos contó que su marido, un
pintor de paredes, había formado parte del equipo que borró el mural que
Diego Rivera hiciera en el Rockefeller Center en 1934. Rivera había
incluido un retrato de Lenin en el mural. Rockefeller exigió que lo
borrara, y Rivera se negó. El marido de la estudiante había vuelto a la
casa comentando los hechos y diciendo: “La pintura realmente no era tan
mala”. Claro que se podría afirmar que Rivera no entendió que aquí no
era más que un artista mercenario contratado por una sociedad de
humanoides.
Pero la anécdota también sirve para discutir, en forma menos
simplista, los problemas de comunicación entre el artista y su público.
Rivera quiso educar a un público nuevo sin conocer o aceptar las reglas
de ese público. Una de las reglas era justamente que el propietario del
contexto último de la obra de arte determina su destino y su función, y
aquí el propietario era Rockefeller. Y Rockefeller no quiso que Rivera
se pusiera en comunicación con el público que él quería, o por lo menos
que le dijera lo que quería decirle. Y todo esto, estas relaciones y
como discutirlas, también es enseñable.
Vuelvo entonces a mis creencias del principio: que el proceso de
educación de los artistas en el día de hoy es un fraude, y que las
definiciones que se utilizan hoy para el arte funcionan en contra de la
gente. El error mayor en la estructura de la enseñanza del arte entonces
parece ser la ignorancia de sus contradicciones. Existe una estructura
diseñada para enseñar arte, pero el mercado es incapaz de absorber a los
que se gradúan de esa enseñaza. Existe una estructura diseñada para
enseñar arte, pero es una que está acompañada por la presunción que la
creación artística no es enseñable. La forma más cómoda y barata de
resolver estas hipocresías sería la eliminación de la estructura y
olvidarse del problema. La más difícil, cara, pero responsable y ética,
es enfrentar la misión del creador en lugar de la del artesano, y educar
a la sociedad para que reconozca y financie esa misión.
:
Luis Camnitzer
*
:
* texto de la conferencia del artista en el marco de su exposición en el Museo de Arte de la Universidad Nacional. Bogotá, marzo de 2012
:
notas
i Gregg Bordowitz, “Tactics Inside and out,” Artforum 9.2004, p.215
ii Walter Benjamin, “The Author as a Producer,” Understanding Brecht, Verso, London-New York, 2003, p.98
iii Art & Language #2, 1970, p.3